La Magdalena penitente fue una de las temáticas iconográficas más populares y más reproducidas de la escultura española del siglo XVII. Pedro Mena realizó una figura tradicional en madera policromada y encarnada, vestida con una sencilla túnica, una larga cabellera y sosteniendo un crucifijo. Consumida por un fervoroso sentimiento de amor místico, la imagen de María Magdalena se convirtió en la viva metáfora del arrepentimiento y la penitencia, abandonando las riquezas materiales y la mala vida.
Su éxito debe entenderse en el contexto de la España de la Contrarreforma, que, siguiendo las premisas dictadas por el Concilio de Trento (1563), quiso utilizar el arte como transmisor de la nueva moral católica. En este sentido, la obra debía transmitir a los fieles el fervor espiritual a través de un alto grado de efectismo.
Si nos centramos en el rostro, vemos como cada detalle -labios entreabiertos, mejillas doradas, cejas ligeramente levantadas, ceño fruncido y ojos enrojecidos- ha sido perfectamente trabajado con el propósito de reflejar el arrepentimiento de la santa. Una actitud que el autor refuerza magistralmente a través de la ligera inclinación hacia delante que muestra el cuerpo del personaje. Todo ello se refuerza con la dirección de María Magdalena hacia el crucifijo y la posición sobre el pecho de su mano derecha.